Reflexiones sobre la violencia doméstica

Ayer nos despertábamos impactados por la noticia que venía de Tarragona: Hallan el cadáver de una mujer y sus dos hijos menores (dos y seis años) en su piso, la madre fue encontrada enterrada en cal viva dentro de su bañera. Pocos calificativos se pueden poner a este suceso, nuestro lenguaje, aunque rico y extenso, no alcanza.

Parece ser que el presunto autor, marido y padre de las víctimas, había sido denunciado en numerosas ocasiones por malos tratos y pesaba sobre él una orden de alejamiento que obviamente incumplió.

Es inevitable preguntarse si este suceso podía haberse evitado o qué estaba haciendo la Justicia por esta y otras mujeres en situaciones parecidas. En no pocas ocasiones estos hechos han desembocado en fuertes críticas a la judicatura y la Administración de Justicia en general, cuando no en la identificación personal de los jueces encargados del asunto en cuestión y su linchamiento mediático. Creo que existe una percepción generalizada de que los Jueces y Tribunales podrían hacer más, o que el sistema de protección a las víctimas, en general, está fallando.

Personalmente no es mi especialidad la del maltrato familiar o la violencia de género, sin embargo me ha tocado en numerosas ocasiones lidiar con este tipo de asuntos. Lo que mi experiencia me ha demostrado, sin ningún género de dudas, es lo difícil que resulta realizar una protección efectiva de las víctimas, muchas veces por “culpa” de las propias víctimas. Me explico: sin ánimo de ofrecer una estadística fiable, únicamente basado en mi experiencia personal, puedo decir que más, bastante más, del 50% de las mujeres que denuncian acaban retirando las denuncias o consintiendo el quebrantamiento del las órdenes de alejamiento y volviendo, incluso, a convivir con su agresor aun existiendo una orden vigente, de hecho, comentan los vecinos que la pareja de Tarragona había sido vista junta el pasado martes. En definitiva, por mucho que el sistema quiera actuar, si quien tiene que denunciar, no lo hace, es imposible que salten las alarmas y por tanto proteger a las víctimas.

Esta es la realidad llamémosla visible del problema, la que los profesionales podemos observar a diario, pero existe otra cara del problema que resulta aun más inquietante. Precisamente a raíz de este último macabro suceso, el ministro Pérez Rubalcaba ofrecía una estadística demoledora, sólo 9 de las 57 victimas mortales que llevamos este año, habían denunciado previamente a sus parejas. No es difícil imaginar que con este panorama las instituciones, como suele decirse, lo tienen crudo, resulta poco menos que imposible el evitar ciertas muertes o agresiones.

Para intentar poner coto a esta impunidad con la que actúan los maltratadores se aprobó la Ley Orgánica 1/2004 de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Todos la entendimos como necesaria pero desde luego, no ha estado exenta de polémica, especialmente su Capítulo IV dedicado a las medidas de protección y seguridad de las víctimas en el que se enumeran una serie de medidas cautelares a adoptar tanto en procesos civiles como penales y que ha tenido su punto más sensible en el tratamiento que recibe el hombre por el mero hecho de ser inculpado en un proceso por violencia de género. Se ha dado lugar, en la práctica, a un auténtico prejuicio de culpabilidad que choca frontalmente con la esencial presunción de inocencia que debe presidir todo proceso penal.

Evidentemente el cumplimiento del texto de la ley constituye una obligación para los jueces y magistrados y, aunque nos consta off the record que no están de acuerdo con ciertos contenidos de la misma, lo cierto es que están constreñidos por su texto y su aplicación se ha hecho inevitable. Eso sí, parece, esa al menos es mi impresión, que con el tiempo la judicatura ha tenido que desarrollar un cierto olfato para intentar detectar de antemano los casos que puedan constituir un abuso frente al denunciado (que puede perder la custodia de sus hijos, debe abandonar el hogar familiar, proceder a pagar una pensión….) y actuar con cierta prudencia para evitar atropellos que, sin duda, se han producido.

En definitiva, como puede verse el panorama es complejo y esta ley que, en determinados casos es durísima, en otras ocasiones resulta prácticamente inútil por la falta de colaboración de quienes deberían ser las principales interesadas, las víctimas. Resulta claro en conclusión, que el cambio no lo pueden operar las leyes sin más, es necesario un proceso previo de concienciación y educación a la ciudadanía que es quien, como vemos debe acercarse con responsabilidad a la Justicia, es esta una ecuación en la que ambas partes deben estar plenamente involucradas si no, nos encontramos ante un problema sin solución.

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